(Pasqual Mas en Bomarzo, fotografía de Lola Torres)
A lo largo de su ya dilatada trayectoria ha publicado novela, teatro, poesía, narrativa breve... ¿En qué género literario se encuentra más a gusto?
Depende de la distancia que me exija el tema. La poesía me permite una mayor concentración de lo pasional, sobre todo de la rabia. Este proyecto responde a un mandamiento que proviene de Lord Byron y que se concentra en la siguiente pregunta: “¿Por qué demonios alguien ha fabricado un mundo como el nuestro?”
Cuando siento la necesidad de plantear un problema en vivo doy la voz a los personajes para tenerlos delante en el teatro. La escena va más allá, porque no sólo se piensa en palabras, sino en una serie de elementos extralingüísticos que tienen tanto poder o más que lo expresado de viva voz.
Y, cuando necesito crear una nueva realidad, recurro a la novela. Quizá es el proceso más intenso, tanto en tiempo como en dedicación; uno necesita morirse en la escritura para alumbrar una novela sincera que, tal vez, alcance el arrabal de la perfección. En todo momento, eso sí, la arquitectura del universo que se construye, por increíble que parezca, siempre está basado en nuestra experiencia; como dijo el poeta: hay otros mundos, pero están en éste.
Finalmente, los relatos, que son el motivo que nos trae, me sirven para romper las barreras entre realidad y ficción, si acaso no son lo mismo. Moverse en la frontera, en el filo de posible, se nutre de una serie de situaciones que me permiten acotar un segmento en el que todo cabe, en el que cualquier cosa puede pasar, en el que nada es imposible y en el que lo “verdaderamente real” resulta improbable. Además el relato impone contención, ir al grano, al nervio que genera la pulsación de su argumento. El relato es como un globo de chicle que hay que hinchar con prudencia y sin taras, pues cualquier exceso lo hace explotar y cualquier insuficiencia ni siquiera lo hace crecer; pero dentro de esa esfera se concentra todo su sabor. Cada globo es único, irrepetible; cada relato nos dice sus dimensiones exactas.
¿Qué diferencia hay entre un cuento y un «contracuento»?
Hay autores que definen el “contracuento” como la versión de un cuento tradicional, por ejemplo cuando se reescribe Caperucita roja y el lobo se asocia con la abuela para escarmentar a la niña por desobedecer a su madre. Enmendarle la plana al autor clásico es sólo una de las puertas que llevan al “contracuento”, pues también los relatos que rehúyen lo fantasioso se apartan de la idea de “cuento” basado en un mundo irreal y cuyo argumento sugiere una enseñanza moral. Aquí las situaciones son de lo más verosímil –nada de lobos y carrozas- y los “relatos” imponen una lógica que a veces deriva hacia lo fantástico, como en “La mancha” o se ahogan en la más cruel de las realidades, como en “El enemigo público”.
¿Sus «contracuentos» nacen de la realidad y por el contrario nacen contra la realidad?
Yo defino mis «contracuentos» con una especie de «ficción real». Es decir, historias que brotan de la realidad cotidiana, de la observación de sucesos que no parecen lo que son o que son malinterpretados, y generan un hecho extraordinario. ¿Cuántas veces hemos visto o vivido situaciones que si nos las contaran no nos las creeríamos? Hay algo mágico en la realidad, un halo de perplejidad que digerimos con una naturalidad pasmosa. Que podamos hablar con una persona que se encuentra a miles de kilómetros lo vemos como algo natural y, sin embargo, hay algo fuera de lo inteligible, algo que se nos escapa, algo mágico, si se quiere, que está flotando en esa conversación. A mí me interesa ese proceso, ese instante en el que lo cotidiano adquiere un nivel extraordinario y se convierte en material literario. Lo que ocurre es que en el momento que lo cuentas y te sales de la realidad es percibido como algo ficticio, improbable, imaginario… pero está tan cerca lo uno de lo otro; a veces, como en «El enemigo público» todo depende del punto de vista de quien mira algo tan natural como un reparto de... También es cierto que, a veces, parto de la ficción. «El amo del desierto», en realidad, es fruto de una visita al taller del pintor Carles Abad; todo lo que aparece en el relato está pintado en los cuadros de la exposición que estaba preparando. Me dijo que por qué no le escribía unas palabras para el catálogo de la exposición y le escribí un relato: ficción con ficción se paga.
Todas sus narraciones están fechadas ¿responde esto a una costumbre heredada de su oficio como estudioso y crítico literario o es un aspecto de una personalidad marcada por el gusto por el orden y el detalle?
Normalmente siempre guardo la fecha de redacción y finalización de un trabajo sea del tipo que sea. Lo que ocurre es que casi nunca aparece en la edición final y, si aparece, suele ser la de la última revisión: hasta ese momento no está acabada la obra, aunque haya estado medio año esperando ese punto final que es la antesala de la imprenta. En Contracuentos, de alguna manera, he roto con la costumbre, pues cada uno de los relatos lleva su fecha e, incluso, el lugar en el que lo escribí. Más que la fecha, lo importante para mí es el lugar: existe una geografía que forma parte de mi experiencia tanto vital como artística y he querido rendirle homenaje. Hace un par de días estuve en Bomarzo: si uno escribe algo en esos jardines sagradamente infernales, ¿cómo no reseñarlo? ¿Cómo no establecer un compromiso de filiación entre lo escrito y el lugar en el que fuera pergeñada una obra? La fecha es menos importante.
Usted se ha encargado de la traducción de su libro ¿Con qué dificultades se ha encontrado?
Tuve una mala experiencia con la traducción de uno de mis libros y, desde entonces, he traducido una novela y, ahora, los relatos de Contracuentos. Me refiero a las traducciones al castellano, claro; otra cosa es con el francés o con el rumano, otras lenguas a las que se han traducido mis obras. En esta ocasión, me he visto en la necesidad de compaginar la idea de traducción con la de versión. He buscado ir más allá de la mera traslación de una lengua a otra, de un código a otro, y he trabajado sobre la atmósfera cultural de la lengua de recepción, en este caso el castellano. Se trata, por tanto, de reescribir los relatos en otra lengua, más que de traducirlos. Así se es mucho más sincero en el resultado del texto literario y el lector recibe el mensaje según su contexto cultural.
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